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suyo, condenado a la nulidad si él fracasaba?
Se retorció las manos. Ningún hombre había tenido que decidir cosa igual. En último
análisis, él sabía que no era ningún sentido abstracto del deber el que le obligaba a hacer
aquello, sino el recuerdo de pequeñas cosas y pequeñas gentes.
Rodearon la casa, y Deirdre, señalando al mar, pronunció:
- Awarlann.
Su cabello suelto ardía al aire.
Van Sarawak rió.
- Esa palabra, ¿significa océano, atlántico o agua? Veamos.
Y la llevó hacia la playa.
Everard los siguió. Una especie de lancha a vapor, larga y rápida, flotaba en las aguas,
a una o dos millas de la playa. Unas gaviotas volaban en torno a ella, en una nevada
tormenta de alas. Pensó que si él estuviese a cargo de aquello, un buque de la Armada
estaría anclado allí.
- ¿Tendría por fin que decidir algo? Había otros agentes patrulleros en el pasado
prerromano. Volverían a sus respectivas eras y...
Everard se puso tenso. Un escalofrío le recorrió la espalda y le llegó al corazón.
Volverían y, viendo lo sucedido, intentarían corregir el trastorno. Si alguno de ellos lo
lograba, este mundo desaparecería del espacio-tiempo llevándole a él consigo.
Deirdre se detuvo. Everard, en pie y sudoroso, apenas percibió lo que ella contemplaba
hasta verla gritar y señalar.
Entonces se le unió y miró de soslayo al mar.
La lancha estaba parada cerca, atada a una alta estaca, vomitando humo y centellas,
que iluminaban la serpiente dorada de su mascarón. Pudo ver a bordo siluetas de
hombres y algo blanco con alas. Aquello surgía de la toldilla e iba atado en la punta de
una cuerda, subiendo. ¡Un planeador! La aeronáutica celta había llegado por lo menos a
eso.
- No está mal - comentó Sarawak -. A lo mejor tienen globos también.
El planeador soltó su cuerda de remolque y se dirigió a la playa. Uno de los guardas
que allí había, gritó. Los demás salieron apresurados de detrás de la casa, y sus fusiles
relumbraron al sol. El planeador aterrizó, abriendo un surco en la playa.
Un oficial dio una orden e hizo a los patrulleros señal de retroceder. Everard vislumbró
a Deirdre, pálida y desconcertada. Luego, una torreta del planeador giró - Everard
sospechó que movida a mano -, y tronó un cañón ligero. Everard se tiró al suelo. Sarawak
le imitó, arrastrando consigo a la muchacha. La metralla llovía horriblemente sobre los
hombres de Afallon. Se oyó un espantoso crepitar de fusiles. Del planeador saltaron
hombres de rostros oscuros con turbantes y sarongs («¡Hinduraj!», pensó Everard), que
cambiaron tiros con los guardias sobrevivientes, reunidos ahora en torno a su capitán.
Este gritó, mandando dar una carga. Everard alzó la cabeza para verlo casi encima de
la tripulación del planeador. Van Sarawak se levantó de un salto. Everard se le echó
encima, le cogió por un tobillo y le derribó antes que pudiera incorporarse a la lucha.
- ¡Déjeme ir! - se retorció el venusiano, sollozando.
Los heridos y muertos por el cañón vacían despatarrados, como una roja pesadilla.
- ¡No, loco rematado! Es a nosotros a quienes buscan, y el viejo escocés hizo lo peor
que podía haber hecho.
Un nuevo estallido atrajo la atención de Everard hacia otro lado.
La lancha, impulsada por su hélice, había irrumpido en la playa y estaba vomitando
hombres armados. Demasiado tarde comprendieron la afallonios que iban a ser atacados
por retaguardia.
-¡Vengan acá! - y Everard tiró de sus camaradas haciéndoles levantarse -. Tenemos
que salir de aquí. Hemos de prevenir a los vecinos.
Un destacamento procedente de la lancha le vio y disparó. Everard sintió, más que oyó,
el sordo impacto de una bala al hundirse en el suelo. Los esclavos chillaron
histéricamente dentro de la casa. Los dos perros lobos atacaron a los invasores y fueron
muertos a tiros. Agacharse y andar en zigzag, eso era lo que procedía; trepar por el muro
y a la carrera! Everard podía haberlo hecho, pero Deirdre tropezó y cayó. Van Sarawak se
detuvo para protegerla. Everard también; y luego fue demasiado tarde. Estaban copados.
El jefe de los hombres morenos gritó algo a Deirdre. Esta se incorporó, dando una
respuesta desafiadora. El rió brevemente y señaló a la barca con el pulgar.
- ¿Qué quieren? - preguntó Everard en griego.
- A ustedes...- y le miró, horrorizada -. A ustedes dos. Y a mí, como intérprete.. - ¡No!
Ella se revolvió entre las manos que la habían aprisionado; se libertó en parte y arañó
una cara. El puño de Everard describió un corto arco y terminó aplastando una nariz.
Aquello iba demasiado bien para durar. Un fusil, empleado como maza, cayó sobre
Everard, que apenas se dio cuenta vagamente de su traslado a la lancha.
6
La tripulación dejó atrás el planeador, llevó la lancha a más profundas aguas y montó
en ella. Dejaron allá, en tierra, a los defensores muertos o heridos, pero se llevaron sus
propias bajas.
Everard se sentó sobre un banco en la mojada cubierta, y miró con ojos cada vez más
despejados la playa, que se iba esfumando. Deirdre lloraba sobre un hombro de Van
Sarawak y el venusiano trataba de consolarla. Un frío y ruidoso viento les daba
directamente en los rostros.
Cuando dos hombres blancos surgieron de la cámara del puente, el cerebro de Everard
se puso en acción. Después de todo, no eran asiáticos.
- ¡Europeos! Y al mirarlos de cerca vio que el resto de la tripulación tenía también
rasgos caucásicos. Las caras negras estaban pintadas con grasa, sencillamente.
Se irguió y miró cautamente a sus nuevos captores. El uno era un hombre rollizo, de
edad y peso medios, que vestía una blusa roja de seda, pantalón bombacho blanco y una
especie de gorro de astracán; estaba pulcramente afeitado y llevaba el negro cabello
trenzado en coleta. El otro era algo más joven, un peludo gigante rubio, que llevaba una
túnica sujeta con aros de cobre, pantalón corto y ceñido con polainas, una capa de cuero
y un yelmo con cuernos puramente ornamentales. Ambos llevaban revólveres en el cinto y
eran tratados cortésmente por los marineros.
- ¿Qué diablos ? - Everard miró una vez más en torno suyo. Habían ya perdido casi de
vista la tierra y se dirigían al Norte. El casco de la lancha viraba a impulsos de la máquina
y venían rociadas cuando su proa rompía las olas.
El más viejo habló, primero en afallonio, y Everard se encogió de hombres. Luego, el
barbudo probó suerte; primero en un dialecto incomprensible; después dijo.
- Taelan tjízí Cimbric? [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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