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tus polacos?
Andrés continuó mudo.
-Hacernos traición de este modo, vender la re-
ligión, vender a los tuyos... Espera, baja del caballo.
Andrés, obedeciendo como un niño dócil, bajó
del caballo, y se detuvo, más muerto que vivo, de-
lante de su padre, el cual le dijo:
-Quédate ahí, y no te muevas; yo te he dado la
vida, yo te la quitaré.
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Y, dando un paso atrás, preparó su mosquete.
El semblante del joven se cubrió de mortal palidez;
sus labios se movían pronunciando un nombre;
pero este nombre no era el de su patria, ni el de su
madre, ni el de sus hermanos: era el nombre de la
linda polaca.
Taras disparó.
Como una espiga de trigo segada por la hoz,
Andrés inclinó la cabeza, y cayó sobre la hierba sin
pronunciar una palabra.
El parricida, inmóvil, contempló largo tiempo el
cadáver inanimado de su hijo: hasta después de
muerto era hermoso. Su semblante viril, antes bri-
llante de fuerza y de una irresistible seducción, ex-
presaba, todavía una hermosura maravillosa. Sus
cejas, negras como un terciopelo de luto, som-
breaban sus pálidas facciones.
-¿Qué le faltaba para ser un cosaco? -dijo Bul-
ba. Tenía elevada estatura, cejas negras, un sem-
blante lleno de nobleza, y mano fuerte en el
combate. ¡Y ha muerto, muerto sin gloria como
un perro cobarde!
-¿Qué has hecho, padre? ¿Le has muerto tú?
-dijo Eustaquio, que llegaba en este momento.
Taras hizo con la cabeza un signo afirmativo.
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Eustaquio miró fijamente en los ojos del muer-
to, y dijo con profundo pesar:
-Padre, démosle honrosa sepultura, a fin de que
los enemigos no puedan insultarle, y que las aves
de rapiña no despedacen su cuerpo.
-Ya se le enterrará sin nosotros -dijo Taras- y
no le faltarán llorones y lloronas.
Y durante dos minutos pensó:
-¿Es preciso arrojar su cuerpo a los lobos que
husmean la tierra devastada, o bien respetar en él
la valentía del caballero, que todo guerrero debe
honrar en quien la posee?
-Miró, y vio a Golokopitenko galopando hacia
él.
-¡Desgracia, ataman! Los polacos se han fortifi-
cado, y les han llegado tropas de refresco.
Aun no había acabado de hablar Golokopi-
tenko, cuando acudió Vovtonsenko:
-¡Desgracia, ataman! Nuevas fuerzas caen sobre
nosotros.
Sin concluir Vovtonsenko, llega Pisarenko co-
rriendo, pero sin caballo.
-¿En dónde estás, padre? Los cosacos te bus-
can. El ataman de kouren Nevilitchki ha sido muer-
to ya, y también Zadorodrii y Tcherevitchenko
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pero los cosacos se mantienen firmes; no quieren
morir sin verte por última vez, deseando que les
mires en la hora de su muerte.
-¡A caballo, Eustaquio! -dijo Taras.
Y se apresuró para encontrar con vida a los co-
sacos, para contemplarlos por última vez, y porque
pudiesen mirar a su ataman antes de morir. Pero
aun no había salido del bosque con su gente,
cuando las fuerzas enemigas le cercaron comple-
tamente, y por todas partes se presentaron a tra-
vés de los árboles jinetes armados de sables y de
lanzas.
-¡Eustaquio, Eustaquio! mantente firme -
exclamó Taras.
Y, sacando su sable, atacó a los primeros que le
vinieron a mano. Seis polacos rodean a Eustaquio,
pero en mal hora lo hicieron: a uno le cercenó la
cabeza; el otro da una voltereta por detrás; el ter-
cero recibe una lanzada en las costillas; y el cuarto,
más audaz, ha evitado la bala de Eustaquio bajan-
do la cabeza, y la ardiente bala hace blanco en el
cuello del caballo que, furioso, se encabrita, rueda
por tierra, y aplasta debajo a su jinete.
-¡Bien hijo mío, bien! -exclamó Taras- vuelo a
tu socorro.
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Y Taras rechaza a los que le acometen, da sa-
blazos a diestro y a siniestro y, mirando continua-
mente a Eustaquio, le ve luchando cuerpo a
cuerpo con ocho enemigos a la vez.
-¡Tente firme, Eustaquio, tente firme! -le grita.
Pero el joven está perdido; le echan un arkan
alrededor del cuello, se apoderan de él y le agarro-
tan.
-¡Ea, Eustaquio, ea! -gritaba Taras abriéndose
paso hacia él, y hendiendo con su hacha todo
cuanto se le ponla delante. ¡Ea, Eustaquio, Eusta-
quio!
Pero en este momento recibió como una pe-
drada, y todo dio vueltas ante sus ojos. Las lanzas,
el humo del cañón, las chispas de la mosquetería y
las ramas de los árboles con sus hojas brillaron por
un instante en su mirada; después cayó a tierra
como una encina abatida, y una espesa niebla cu-
brió sus ojos.
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-Parece que he dormido mucho tiempo -dijo
Taras despertando como del penoso sueño de un
hombre ebrio, y esforzándose por reconocer los
objetos que le rodeaban.
Una terrible debilidad había quebrantado sus
miembros, pudiendo apenas distinguir las paredes
y rincones de una estancia desconocida. Por fin
fijóse en que Tovkatch estaba sentado junto a él, y
que parecía atento a cada una de sus respiraciones.
-Sí -pensó Tovkatch- hubieras podido dormir-
te para siempre.
Pero no habló palabra, sino que le amenazó
con el dedo haciéndole seña de que callase.
-Dime pues, ¿en dónde estoy ahora? -pro-
siguió Taras concentrándose y procurando re-
cordar su pasado.
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-¡Cállate pues! -exclamó bruscamente su cama-
rada. ¿Qué más quieres saber? ¿No ves que estás [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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