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de fe; pero, sobre todo, aquel hombre de oración se interesaba por los asuntos públicos. Muy
unido a algunos señores que luchaban contra la tiranía del extranjero, aprobaba su actuación,
aunque temía que la nación belga se viera envuelta en un charco de sangre. Cuando Zenón
contaba estos pronósticos al viejo Jean, éste se encogía de hombros: siempre se había visto cómo
esquilaban a los pequeños y cómo los poderosos se adueñaban de la lana. No obstante, resultaba
fastidioso que el Español hablara de poner nuevos impuestos sobre las vituallas, y a cada cual
una tasa del uno por ciento.
Sébastien Théus regresaba tarde a la casa del Vieux-Quai-aux-Bois, pues prefería el aire
húmedo de las calles y las largas caminatas fuera de las murallas de la ciudad, bordeando el
campo gris, a la sala sobrecalentada. Una tarde en que regresaba, en esa época del año en que la
noche se echa pronto encima, vio al atravesar el recibidor que Catherine se hallaba ocupada
revisando unas sábanas que había en el baúl, debajo de la escalera. No se interrumpió para traerle
la luz, como solía hacerlo, aprovechando siempre el recodo del pasillo para rozar furtivamente el
faldón de su capa. En la cocina, la lumbre estaba apagada. El cuerpo aún tibio del anciano Jean
Myers yacía limpiamente tendido en la mesa de la estancia contigua. Catherine entró con una
sábana que había escogido para amortajarlo.
 El amo ha muerto de una congestión  dijo.
Parecía una de esas mujeres que lavan a los muertos, cubiertas con velos negros, a las que
había visto actuar en las casas de Constantinopla, en los tiempos en que servía al Sultán. La
muerte del anciano médico no le sorprendía. El mismo Jean Myers sabía que la gota le llegaría
algún día al corazón. Unas semanas antes, delante del notario de la parroquia, había hecho un
testamento elaborado con todas las piadosas fórmulas habituales, en el que dejaba sus bienes a
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Sébastien Théus, y una habitación abuhardillada, hasta que acabara sus días, a Catherine. El
filósofo se acercó a mirar aquel rostro convulsionado e hinchado por la muerte. Un olor extraño,
una mancha pardusca en la comisura de los labios despertaron sus sospechas; subió a su
habitación y se puso a registrar el baúl. El contenido de un frasquito de cristal que en él guardaba
había disminuido por lo menos un dedo. Zenón recordó que había enseñado al anciano aquella
mixtura de venenos vegetales conseguida en una botica de Venecia. Un tenue ruido le hizo
volver la cabeza: Catherine lo estaba observando de pie, en el umbral de la puerta, igual que lo
había espiado, probablemente, a través del ventanuco de la cocina, cuando él enseñaba a su amo
los objetos curiosos que había traído de sus viajes. La cogió por el brazo; ella cayó de rodillas
soltando un torrente confuso de palabras y de lágrimas:
 Voor u heb ik het geddan! ¡Hice esto por vos!  repetía entre dos hipos.
La apartó brutalmente y bajó a velar al muerto. A su manera, el viejo Jean había sabido
saborear la vida; sus males no eran tan violentos como para no permitirle gozar un poco más
durante unos meses de su cómoda existencia: un año quizá, o dos todo lo más. Aquel estúpido
crimen lo frustraba sin razón del modesto placer de hallarse en el mundo. El anciano siempre fue
bueno con él: Zenón sentía una amarga y atroz compasión. Le invadía una impotente rabia contra
la envenenadora, que ni el muerto, sin duda, hubiera sentido en tal grado. Jean Myers siempre
utilizó su agudo ingenio para ridiculizar las inepcias del mundo; aquella criada libertina, que se
apresuraba a enriquecer a un hombre que no se preocupaba de ella para nada, le hubiera
proporcionado materia para una de sus historias, en caso de haber vivido. Tal como se hallaba,
tendido tranquilamente encima de la mesa, parecía estar a cien leguas de su propio infortunio. Al
menos, el antiguo cirujano-barbero siempre se rió de los que imaginan que se sigue pensando y
sufriendo cuando ya no se puede ni andar ni digerir. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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